Hermana, hermano:
El hombre de una religiosidad natural busca a Dios a través de ritos y prácticas religiosas. En cambio, en Jesús es Dios que mezcló su vida con la de los seres humanos. No es más un Dios inaccesible, santo y separado, sino un Padre, “que manifiesta su poder sobre todo con la misericordia y el perdón”.
En nuestras relaciones humanas, difícilmente llegamos a un nivel de verdadera gratuidad. También en el amor más puro y sincero, hay siempre algo de interés, o al menos de gratificación. Tres parábolas de Jesús nos hacen ver la gratuidad del amor de Dios:
Leemos en el evangelio de san Lucas 15, 1-3,11-32:
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Pero los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo entonces esta parábola:
«Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”.
Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».
Y les dijo también: «Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra llama a sus amigas y vecinas, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido”. Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios pos un solo pecador que se convierte».
Jesús dijo también: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de herencia que me corresponde”. Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida inmoral. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra él Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”. Entonces partió y volvió a la casa de su padre.
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus servidores: “Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado”. Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. Él le respondió: “Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo”. Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!”. Pero el padre le dijo: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”».
En su viaje hacia Jerusalén, donde llevará a cumplimiento su misión, Jesús es acompañado por “grandes multitudes”. Puede tratarse para muchos de un simple acompañamiento físico, sin una real adhesión a su propuesta de una nueva manera de vivir. Por eso, él indica cuáles son las condiciones para ser verdaderos discípulos suyos. La respuesta es sorprendente. Se ven dos grupos bien definidos, que responden a Jesús de manera muy diferente: “Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Pero los fariseos y los escribas murmuraban”. Jesús manifiesta claramente su opción: “recibe a los pecadores y come con ellos”. Comparte con ellos la intimidad de la mesa. Los pecadores encuentran en Jesús una acogida que toda la sociedad les niega,y por eso se acercan a él para escucharlo. Es portador de un mensaje nuevo, que llega a su corazón. Él cuestiona la certeza de los fariseos, piadosos y devotos, que creen en un Dios que acoge sólo a los perfectos cumplidores de la Ley y rechaza a los que no la observan.
Con tres parábolas: la oveja perdida, la moneda perdida, y el hijo pródigo, Jesús manifiesta cómo es Dios y cuál es su actitud, llena de misericordia y ternura, para con los pecadores.
La parábola de la oveja perdida es muy significativa. Jesús parte de la experiencia humana, “si alguien tiene cien ovejas”, para ayudar a entender la conducta divina. Presenta a un hombre que, al contrario de la lógica común, es capaz de dejar “las noventa y nueve ovejas en el campo”, para ir en busca de “la que se había perdido”. Así es Dios, que no abandona a nadie y ama a cada uno, que lo merezca o no, que sea o no cumplidor de la Ley, que se haya eventualmente perdido por caminos equivocados. La iniciativa es de Dios, que “va a buscar”. Su amor es totalmente gratuito e inmerecido.
El hombre que encuentra la oveja perdida no se detiene en lamentos y reproches. “La carga sobre sus hombros, lleno de alegría”, y quiere compartir su alegría “con amigos y vecinos”: ternura, alegría y fiesta. Jesús, dirigiéndose a los fariseos y a los escribas, que “murmuraban”, concluye en una forma clara y decidida: “Les aseguro”, “de la misma manera”. El cambio de vida, la adhesión al proyecto de Jesús de parte del pecador, es motivo de mayor alegría que la conducta intachable de los cumplidores de la Ley: “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. El nuevo discípulo podrá caminar con Jesús, acogido en la comunidad de sus verdaderos seguidores.
La parábola del hijo pródigo es muy conocida. Podría llamarse, más propiamente, de los dos hijos, o del padre y los dos hijos.
Frente a la exigencia del hijo menor, que pide “la parte de herencia que le corresponde”, el padre no opone resistencia. Respeta plenamente la libertad del hijo, aunque sepa que la va a usar mal. Y el hijo menor se va de la casa.
¿Por qué se va? ¿Por qué se van tantos jóvenes? La parábola no lo dice explícitamente. Puede ser simplemente para una vida más cómoda, sin ningún compromiso. Para pasarla bien. O buscando algo que la casa ya no le da, para conocer y experimentar el mundo. Y hay sin duda un motivo que aparece al final: tenía a un hermano, perfecto cumplidor de todas las órdenes del padre, arrogante y orgulloso, juez pesado. Los dos hermanos no se aman, ni aman al padre.
El menor “se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida inmoral”. Llega a tal abismo, que tiene que ponerse a “cuidar cerdos”, animales considerados impuros. Y es menos que ellos: “hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba”.
Constata: “Yo estoy aquí muriéndome de hambre”. Es hambre física, y es tal vez hambre de algo que pueda responder a la búsqueda de su vida, después de haberla desperdiciado con tantas experiencias que no habían podido satisfacerlo.
“Entonces recapacitó”. Pero su recapacitación es muy ambigua. No extraña al padre. No piensa en su dolor. No tiene deseo de verlo. No está arrepentido de verdad. El pensamiento que lo mueve es muy interesado: yo me muero de hambre, mientras que “los jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia”. No sueña con la casa paterna, sino con el pan que pueda saciar su hambre. Decide regresar para comer, no para encontrar al padre. La misma confesión que prepara no es sincera, aunque diga la verdad. Le interesa la conclusión: “Trátame como a uno de tus jornaleros”. Ellos comen: quiero comer como ellos.
En la medida que vayamos entendiendo realmente la actitud del hijo, se nos revela más claramente la figura del padre, que es el objetivo de esta parábola. Jesús la propone para responder a las críticas de los escribas y fariseos que le reprochaban su familiaridad con recaudadores de impuestos y pecadores. El Dios que Jesús revela con sus gestos, es como el padre de la parábola. En la parábola, cuando regresa el hijo, el padre no pregunta nada, ni quiere escuchar su confesión. Simplemente “lo vio” cuando aun estaba lejos, “se conmovió”, “salió corriendo”, “se le echó al cuello”, “lo cubrió de besos”.
No es el arrepentimiento y la confesión, sino el amor gratuito del padre que devuelve al joven su dignidad de hijo: “Saquen en seguida el mejor traje y vístanlo; pónganle un anillo en el dedo y sandalias a los pies”.
Un detalle muy importante: el padre de la parábola nunca le dirige la palabra al hijo pródigo. Calla cuando el hijo pide su parte de herencia, y se la da. Calla frente al hijo que regresa después de haber desperdiciado todo e intenta su confesión. Habla sólo a los criados y al hijo mayor, para invitarlos a hacer fiesta. Para con el hijo pródigo el padre tiene sólo gestos concretos de respeto y de bondad. Vence con su amor silencioso. Así es Dios.No lo entiende el hijo mayor, por el cual el padre es sólo un patrón que manda, que no regala ni “un cabrito”. Desearía hacer una fiestita con sus amigos, pero no sabe unirse a la fiesta y a la alegría inmensa del padre por el hijo que “estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”. Representa a “los fariseos y los escribas” de todos los tiempos. No conoce el amor del padre.
Guía para la oración en la familia y en la comunidad
- Pueden encender una vela al lado de la Biblia, e iniciar con la señal de la Cruz, y una breve oración espontánea, invocando la ayuda del Espíritu Santo.
- Después leen detenidamente el texto del evangelio del día y, si lo tienen, un pequeño comentario (en la Parroquia de Santa Bernardita pueden pedir el comentario del evangelio de cada domingo, también con audio).
- Luego pueden reflexionar y contestar a la pregunta:
- ¿Qué dice este texto del evangelio? (¿Les parece que lo han entendido bien? Alguien podría resumirlo con sus palabras, y releerlo pausadamente). Intenten luego un diálogo en la familia, subrayando las frases que más han llamado la atención e intercambiando algunas ideas sobre cómo este texto podría servirnos para mejorar o cambiar nuestra vida, contestando a la pregunta: ¿Qué nos dice este texto del evangelio a nosotros hoy?
- Y luego, ¿Qué le decimos a Dios? Hacemos una oración, en la que pedimos sobre todo dos cosas: la ayuda del Señor para poner en práctica este evangelio; y oramos por nuestras familias y por los vecinos, especialmente si hay enfermos, por acontecimientos felices o tristes en el barrio y en la sociedad, y nos comprometemos en algo concreto para estos días y para la vida.
- Terminan la oración invocando a Dios como Padre: Padre nuestro…
- Después de alimentarse con la Palabra de Dios, de meditar y orar, pueden recordar la última cena de Jesús: toman un pan, lo parten y reparten entre los miembros de la familia; e igualmente, si lo consideran oportuno, se reparten un vaso de vino, repitiendo con sencillez los gestos de Jesús. Les ayudará a revivir la cena del Señor.
- Agradecen a Dios y se bendicen recíprocamente.
Lucas 15, 1-3,11-32