La vida es considerada el valor más grande. Si a ella se le agrega la salud, los bienes, la familia, la cultura, el prestigio social, todas estas cosas permiten la verdadera realización del hombre y la felicidad plena. Así al menos piensan muchos.
Jesús en cambio propone algo mucho más grande, que relativiza todo eso. Dice algo increíble e ilógico: “El que quiera salvar su vida, la perderá”. ¿Qué hay más grande que la vida? El amor. Por amor, él está dispuesto a perder su vida.
Leemos en el evangelio de san Marcos 9, 2-10:
Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: “Éste es mi Hijo muy querido, escúchenlo”.
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.
Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría “resucitar de entre los muertos”.
Jesús había anunciado a los discípulos su destino de sufrimiento y de muerte. La reacción de Pedro fue de firme rechazo. No podía aceptar que el Maestro pudiera terminar de esa manera. Y además, ¿qué pasaría con los discípulos y con sus sueños de grandeza?
Jesús le explica que la verdadera grandeza es amar hasta el extremo, y si se debe entregar la vida física para dar vida, ésta es una victoria, que da sentido pleno a la existencia, no una derrota.
Lo explica también ofreciendo a los tres discípulos más tentados por el poder, Pedro, Santiago y Juan, una experiencia única: “Los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos”. El cambio de figura, la transfiguración de Jesús, va más allá de cualquier posibilidad humana: “Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas”.Es una revelación, que quita por un momento el velo de la vida cotidiana.
La imagen resplandeciente de Jesús que los discípulos pueden contemplar es una luz para enfrentar las tinieblas del destino anunciado. Quiere ayudarlos a entender que la pasión y muerte no son la última palabra. Son sólo un paso hacia la victoria sobre la muerte, hacia la vida transfigurada y definitiva.
Con Jesús aparecen dos personajes que representan todo el Antiguo Testamento: Moisés y Elías, la Ley y los Profetas. Habían hablado con Dios cara a cara y habían sido los intermediarios hablando al pueblo en nombre de Dios. Ahora hablan con Jesús, que es la nueva manifestación de Dios, que ya no necesita otras mediaciones. Pedro no entiende, y sigue proyectando a Jesús en el horizonte del Antiguo Testamento. Espera a un mesías poderoso, que tenía que manifestarse gloriosamente en la fiesta de los tabernáculos, la grande fiesta en que el pueblo vivía por ocho días en tiendas de ramaje, en recuerdo de los cuarenta años de peregrinación en el desierto y del don de la Ley. Por eso Pedro propone: “Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
La voz del Padre revela la identidad de Jesús: es “el Hijo muy querido”, del cual ya había profetizado Isaías, en los cantos del Siervo de Yahvé, diciendo que habría asumido sobre sí nuestros errores: “Cargó con nuestros males y soportó todas nuestras dolencias. Fue herido por nuestras faltas, molido por nuestras culpas”. A él hay que escucharlo, incluso cuando será transfigurado por la tortura: “¡Escúchenlo!”. Él es ahora la voz del Padre. Con su pasión, muerte y resurrección él revela cómo es Dios y cuál es el camino de entrega y solidaridad que debe inspirar la vida del discípulo de Jesús. En la lucha para que todos tengan vida, él estará dispuesto a ofrecer la suya.Para el seguimiento de Jesús, los discípulos tendrán que obedecer a esta invitación del Padre y centrar su vida en la escucha de la palabra de Jesús. También María, la madre, dejará como testamento esa misma invitación: “Hagan lo que él les diga”: escuchen su palabra y pónganla en práctica.