Imposible eliminar la dimensión espiritual del corazón del ser humano. Una persona y una sociedad pueden dejarse aturdir por las exigencias materiales y por el llamado de los instintos, pero en el fondo de su ser está una energía irresistible del Espíritu, que siempre intenta reconducirlas a lo esencial, a la vida verdadera.
Leemos en el evangelio de san Juan 20, 19-23:
Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.
Llega la noche del día de Pascua, el primer día de la semana. Pero no es la noche de Nicodemo, que visitó a Jesús protegido por la oscuridad, porque la noche estaba en su corazón; ni la noche del poder de las tinieblas. Es la noche de la resurrección, del éxodo glorioso, del inicio de la nueva creación.
La novedad se percibe también en la manera de indicar la hora. Para el sistema judío, un nuevo día no iniciaba a la medianoche, sino ya con la puesta del sol, al atardecer. En cambio, en este texto del evangelio, “al atardecer” no comienza un día nuevo, como habría sido normal, sino que sigue el primer día de la semana, el día de la Pascua.
Pero los discípulos no han entrado todavía en esta nueva etapa. Están reunidos en un lugar indefinido, con las puertas trancadas: “se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos”. Podría ser el lugar de cualquier comunidad de discípulos, cuando no está presente el Señor, sino que domina el miedo: una comunidad atemorizada, que quiere pasar desapercibida, que no se atreve a reconocerse como discípula del Crucificado. El mundo es visto como hostil, amenazador. La única certeza son “las puertas cerradas”. La confianza está en ellas.
Y todo cambia cuando se presenta Jesús, la verdadera certeza, la piedra fundamental que da firmeza a la comunidad. Su saludo es de paz: “La paz esté con ustedes”: la paz, no el miedo, no el resentimiento, la venganza, el ocultamiento. La paz como misericordia y reconciliación con Dios, como reencuentro con el Maestro resucitado, abandonado y negado durante su pasión, la paz como perdón a uno mismo y como solidaridad con todos los hermanos frágiles y temerosos, como bienestar de la humanidad y armonía con toda la creación. La paz como don de la Pascua, que produce frutos de alegría, de esperanza, de bondad y ternura, de confianza en los demás y en la vida; que libera del miedo y la angustia, de la pasividad y la sumisión.
Es Jesús que ofrece la paz, el Crucificado que ha vencido la muerte, con sus heridas luminosas que recuerdan su amor extremo: “Les mostró sus manos y su costado”. El miedo más profundo del ser humano, el miedo a la muerte, desaparece, porque la vida vence, y libera del miedo el encuentro con la muerte misma.
A partir de esta firme certeza, Jesús puede enviar a sus discípulos para que cumplan su misión, como él mismo había sido enviado por el Padre y había cumplido su misión. Con el don de su vida Jesús había realizado la obra que el Padre le había confiado. Ahora les toca a los discípulos. Es una tarea demasiado grande para ellos, pero la podrán enfrentar con la fuerza del Espíritu Santo: “Sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo”. Esa energía divina, ese aliento, ese soplo de Dios que había animado a Jesús que “pasó haciendo el bien y sanando a todos”, hasta el momento en que lo entregó con su último respiro, y que duerme en el corazón de los discípulos, Jesús lo despierta, para que ellos puedan ser animados por el mismo Espíritu de Dios. Es un nacer de nuevo, del Espíritu: “De la carne nace carne, del Espíritu nace el espíritu”.
Es el Pentecostés del evangelio de Juan, que no retoma, como Lucas, las imágenes de las manifestaciones poderosas de Dios en el Antiguo Testamento, con el fuego, el viento, el terremoto, y la sanación de la confusión de las lenguas en la torre de Babel. Juan recupera la imagen primera de la creación del hombre, hecho de barro, al cual Dios infundió el Espíritu, como leemos en el libro de Génesis: “El Señor Dios modeló el hombre con arcilla del suelo, sopló en su nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser vivo” (2, 7). El Espíritu de Dios se hace parte constitutiva y esencial del ser humano. Jesús repite ese gesto creador: nace una nueva creación. Los discípulos habían manifestado claramente durante la pasión de Jesús que estaban hechos de tierra, pero ahora el Espíritu del Resucitado los hará seres vivos, capaces de dar vida, hasta ofrecer la propia, como Jesús.Esta vida nueva en el Espíritu capacitará a los discípulos para que sean portadores de la misericordia de Dios en el mundo, mensajeros de su perdón, que algunos podrán rechazar, y que otros podrán acoger, agradecidos por el amor gratuito que les ha sido ofrecido: “Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.