A los cuarenta días de la Pascua, se celebra la Ascensión de Jesús al cielo. Es un lenguaje simbólico, que quiere decir que ha terminado el tiempo de la presencia de Jesús en la tierra y que Él está definitivamente en su vida en el espíritu. Para los discípulos y discípulas comienza una experiencia nueva: vivir sin ver a Jesús. Lucas en los Hechos nos dice que como los Apóstoles “permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía”, dos ángeles les preguntaron: “¿Por qué siguen mirando al cielo?”. ¡Vuelvan a la tierra! Allí es el espacio donde deben realizar su vocación de discípulos.
Leemos en el evangelio de san Mateo 28, 16-20:
Después de la resurrección del Señor, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron.
Acercándose, Jesús les dijo: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.
Con estos últimos versículos de su evangelio, san Mateo relata el único encuentro de los apóstoles con Jesús resucitado. Él se despide de ellos. Es un momento intenso y muy significativo. Los apóstoles son once. Falta Judas, que había seguido el camino de la traición y de la muerte. Tampoco en los once la fe está bien firme todavía. Algunos “se postraron delante de él”, otros “todavía dudaron”. Es la condición que se dará permanentemente en la comunidad. También la duda puede ser gracia, que libera de toda arrogancia y presunción.
El encuentro se realiza en Galilea. La despedida es desde “la montaña donde Jesús los había citado”. Es tal vez la montaña en que Jesús había proclamado las bienaventuranzas, para decir que él desaparece, pero a los discípulos les queda el código de conducta para seguir realizando su proyecto. Desde Galilea había empezado la misión de Jesús hacia Israel, acompañado por los primeros discípulos y discípulas, que se habían adherido a él con entusiasmo. Desde Galilea comienza la nueva misión de los discípulos hacia todos los pueblos: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos”. Tienen que ir, salir, hacer discípulos, comunicar a todos la experiencia de haber encontrado a Jesús, y de haber descubierto en su seguimiento algo que puede llenar el corazón y dar sentido a la vida, el camino de la felicidad verdadera: “Dichosos… Dichosos”. Convencer que la enseñanza de Jesús nos ofrece una plenitud de vida y de gozo. ¡Convencer! Para convencer hay que estar convencidos. Para “hacer discípulos” hay que “ser discípulos”, y no simplemente maestros que enseñan algunas doctrinas religiosas. Una comunidad que sea atraída por los criterios del mundo, seducida por el poder, el prestigio, las apariencias, los bienes, no convence a nadie. Una iglesia que no se haga humilde, fraterna, acogedora, solidaria, no atrae a nadie. Para “hacer discípulos” hace falta una profunda conversión personal. Es más fácil hacer clientes y usuarios de servicios religiosos que verdaderos discípulos, que conocen al Maestro y siguen sus pasos.
Una actitud de escucha y de confianza nos dará la posibilidad de encontrar también a discípulos y discípulas que llegan a identificarse con Jesús a través de otros caminos, otras experiencias religiosas que les han permitido un proceso de liberación interior y de amor concreto para con los demás, a veces hasta dar la vida.
“Hagan discípulos” no es una invitación a la conquista del mundo, sino la entrega de una misión de servicio, para acercarse a todas las razas y las culturas con profundo respeto, “con los pies descalzos”, como decía padre Amado, Oblato de María Inmaculada, por muchos años misionero en el Altiplano boliviano.
A los nuevos discípulos se los bautizará, como signo de consagración, “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, haciéndolos capaces de conocer la palabra de Jesús y de ponerla en práctica: “Enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado”.
La promesa de Jesús: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”, no es algo marginal. Es lo central de nuestra esperanza. Él es el crucificado, el derrotado, el aplastado por los poderosos, pero es el verdadero vencedor: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra”. Es el poder que nace del amor, de la entrega de la vida. Ese amor acompañará a los discípulos “todos los días”, y hará posible su misión evangelizadora y liberadora. El Emanuel, el Dios con nosotros, no nos dejará huérfanos. La fuerza de su Espíritu nos hará fieles testigos de su amor. La suya no será una ausencia, sino una presencia definitiva que nada podrá vencer, “hasta el fin del mundo”.