No es fácil tener claro, en la práctica, la diferencia entre poder y autoridad. El poder domina, y también cuando trabaja por los demás, está centrado en sí mismo, en su propio éxito y prestigio. La autoridad se dedica al servicio y está centrada en el otro, cuida los más delicados signos de vida, y no se preocupa por las apariencias y por el prestigio personal.
Leemos en el evangelio de san Mateo 21, 1-11:
Cuando se acercaron a Jerusalén y llegaron a Betfagé, al monte de los Olivos, Jesús envió a dos discípulos, diciéndoles: “Vayan al pueblo que está enfrente, e inmediatamente encontrarán un asna atada, junto con su cría. Desátenla y tráiganmelos. Y si alguien les dice algo, respondan: El Señor los necesita y los va a devolver en seguida”.
Esto sucedió para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: “Digan a la hija de Sión: Mira que tu rey viene hacia ti, humilde y montado sobre un asna, sobre la cría de un animal de carga”.
Los discípulos fueron e hicieron lo que Jesús les había mandado; trajeron el asna y su cría, pusieron sus mantos sobre ellos y Jesús se montó. Entonces la mayor parte de la gente comenzó a extender sus mantos sobre el camino, y otros cortaban ramas de los árboles y lo cubrían con ellas. La multitud que iba delante de Jesús y la que lo seguía gritaba: “¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas!”.
Cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió, y preguntaban: “¿Quién es éste?”. Y la gente respondía: “Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea”.
Está por concluirse el viaje de Jesús a Jerusalén, donde se concluirá también el viaje de su vida. En el camino él había explicado a sus discípulos qué destino le esperaba en la ciudad y qué significaba ser sus seguidores.
Para su ingreso a la capital, Jesús pide a los discípulos que le traigan un asna con su cría. El evangelista Mateo aclara que es el cumplimiento de una profecía, y funde un texto del profeta Isaías con otro de Zacarías, de manera que se manifieste la intención de Jesús: “Digan a la hija de Sión: Mira que tu rey viene hacia ti, humilde y montado sobre un asna”. El texto del profeta Zacarías seguía diciendo: “Destruirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; destruirá los arcos de guerra y proclamará la paz a las naciones”. Jesús se propone como rey, y morirá en la cruz como “rey de los judíos”, pero indica la calidad y la modalidad de su reinado. Él es “humilde”, manso, vulnerable, hombre de paz, que no necesita armas y súbditos que luchen y estén dispuestos a dar su vida por él. Será él que se dejará quitar la vida. Entra en la ciudad “montado sobre un asna”. El burro, en los tiempos de Jesús, sobre todo en Galilea, era una presencia imprescindible en la vida del campesino. Era el compañero fiel de su trabajo y la ayuda insustituible en sus traslados. Compartía la única habitación de la familia. Servía a la vida, mientras que el caballo servía para la guerra y la muerte. Jesús no llega sobre un caballo, que era la cabalgadura de los ejércitos vencedores, que entraban triunfalmente en la ciudad conquistada. Pide que le traigan un asna, que estaba “atada”, y manda: “Desátenla”: es el signo elegido, para indicar la originalidad de su mesianismo.
Los discípulos parecen entender y aceptar el mensaje de Jesús: “Trajeron el asna y su cría, pusieron sus mantos sobre ellos y Jesús se montó”. Pero la gente no entiende, y pide un Mesías diferente, que responda a sus expectativas. Con motivo de la fiesta de la Pascua, una gran muchedumbre llegaba a Jerusalén, y haciendo memoria de la antigua liberación de la esclavitud de Egipto, despertaba los sueños de una nueva liberación, guiada por un Mesías guerrero poderoso. Espera que Jesús responda a esta expectativa: “La mayor parte de la gente comenzó a extender sus mantos sobre el camino, y otros cortaban ramas de los árboles y lo cubrían con ellas”. Jesús es arrastrado en medio de un vociferante río humano: “La multitud que iba delante de Jesús y la que lo seguía gritaba: ¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas!”. Se pide que Jesús sea el nuevo rey David, que resucite con la fuerza el reino de Israel.
La ciudad, en cambio, es más cuidadosa. Tiene el mismo sueño de un Mesías nacionalista, pero no ve en Jesús las señales de su poder: “Cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió”. Es la misma agitación que sacudió al rey Herodes y toda la ciudad cuando los Magos preguntaron dónde estaba el rey de los judíos que acababa de nacer. Por eso la pregunta inquisidora: “¿Quién es éste?”. El pueblo busca a un Mesías glorioso: “Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea”; Jerusalén, en cambio, ya lo rechaza y luego lo asesina. Ni el pueblo, ni la ciudad han reconocido al Jesús verdadero, “humilde y montado sobre un asna”. Para ese rey pacífico y sin poder se le prepara el trono de la cruz.