REFLEXIÓN PARA EL 5° DOMINGO DE CUARESMA: Quiten La Piedra (Juan 11, 1-3. 17-29. 32-44)

Cuando hablamos de resurrección, comúnmente pensamos en un regreso a una situación anterior, a la vida y actividad de antes, después de un tiempo de desaparición. O a un muerto que vuelva a levantarse. Bien diferente es la enseñanza de Jesús.

Leemos el Evangelio de san Juan 11, 1-3. 17-29. 32-44:

Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo.

Las hermanas enviaron a decir a Jesús: “Señor, el que tú amas, está enfermo”.

Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano.

Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas”. Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”. Marta le respondió: “Sé que resucitará en la resurrección del último día”. Jesús le dijo: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?”. Ella le respondió: “Sí, Señor, creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo”.

Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: “El Maestro está aquí y te llama”. Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. María llegó adonde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: “¿Dónde lo pusieron?” Le respondieron: “Ven, Señor, y lo verás”. Y Jesús lloró.

Los judíos dijeron: “¡Cómo lo amaba!” Pero algunos decían: “Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podía impedir que Lázaro muriera?”

Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: “Quiten la piedra”. Marta, la hermana del difunto, le respondió: “Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto”. Jesús le dijo: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?”.

Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: “Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que Tú me has enviado”. Después de decir esto, gritó con voz fuerte: “¡Lázaro, ven afuera!”. El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: “Desátenlo para que pueda caminar”.

La actividad de Jesús, que anuncia y comunica vida, parece en contraste con la experiencia de la muerte como destino común de todas las personas. El encuentro de Jesús con la familia de Betania, las hermanas María, Marta y Lázaro, por un lado manifiesta claramente la angustia de la comunidad de los discípulos frente a la muerte de un hermano, y por otro lado revela el don de la vida que Jesús ofrece.

Le comunican a Jesús que su amigo Lázaro está enfermo, y él espera unos días antes de irse a Betania para verlo. Cuando llega, Lázaro ya ha fallecido. Por eso el delicado reproche de Marta: “Si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Ella cree que Jesús habría podido sanar a Lázaro y evitarle la muerte. Pero Jesús no ha venido para impedir la muerte física de sus discípulos, sino para comunicar una calidad de vida que la muerte física no puede destruir.

A Marta Jesús le dice que su hermano resucitará, pero ella reduce ese mensaje dentro la perspectiva de su fe tradicional: “Sé que resucitará en la resurrección del último día”. Entonces Jesús le hace la revelación más grande: “Yo soy la resurrección y la vida”. La vida física termina, pero con la adhesión a Jesús y al proyecto del Reino de Dios ha iniciado una vida en el Espíritu que es indestructible, es desde ya y va más allá de la muerte: “El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”. Jesús no promete una resurrección como reanimación de un cadáver. Comunica una vida que no le tiene miedo a la muerte física y es definitiva.

Frente a esta revelación, Marta hace la misma confesión de fe que anteriormente había hecho Pedro: “Creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo”.

También María, la hermana de Marta y Lázaro, sale al encuentro de Jesús, y le hace el mismo reproche por no llegar a tiempo para sanar a su hermano. Jesús, “conmovido y turbado”, no comparte la desesperación de María y de los que la acompañan, pero solidariza con el dolor por la muerte del amigo: “Jesús lloró”, y pide que lo lleven adonde han puesto Lázaro. Frente al sepulcro, Jesús ordena: “Quiten la piedra”. No es sólo la piedra del sepulcro. Es la piedra que pesa sobre el corazón y tapa la mente de los discípulos, impidiendo que se abran a la fe en la vida verdadera. Lázaro ha muerto sólo físicamente, pero la vida que Jesús le ha comunicado sigue permanente. Jesús invita a sus discípulos a creer en esa vida plena, cuando grita: “¡Lázaro, ven afuera!”. No pueden seguir pensándolo simplemente muerto y teniéndolo atado a una dolorosa visión de muerte: “Desátenlo para que pueda caminar”. Jesús pide que permitan a Lázaro “caminar”, no para volver como antes a su familia, reintegrado en su vida física, sino para ir al Padre, después de haber abandonado esta vida, y participar de la vida plena en él.Tarea de las hermanas de Lázaro, de la comunidad de los discípulos de Jesús, no es pedir que no termine la vida física, o que un muerto vuelva a la vida, sino aceptar su natural conclusión, con la firme certeza que es un paso necesario hacia la plenitud de esa vida que Jesús ha comunicado y que se ha alimentado a lo largo de toda la experiencia terrena. Por eso, Jesús mismo no tendrá miedo de enfrentar su propia muerte.