REFLEXIÓN PARA EL 3° DOMINGO DE CUARESMA: Si Conocieras el Don de Dios (Juan 4, 5-15. 19-26. 39-42)

A pesar de las grandes transformaciones recientes, la cultura de nuestra sociedad sigue siendo muy machista. Jesús elimina toda discriminación.

Leemos en el evangelio de san Juan 4, 5-15. 19-26. 39-42:

Jesús llegó a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía.

Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber”. Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos. La samaritana le respondió: “¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”. Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos. Jesús le respondió: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva”. “Señor – le dijo ella –, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus hijos y sus animales?”. Jesús le respondió: “El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna”. “Señor – le dijo la mujer –, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla”.

Después agregó: “Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar”. Jesús le respondió: “Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén ustedes adorarán al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad”. La mujer le dijo: “Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando Él venga, nos anunciará todo”. Jesús le respondió: “Soy yo, el que habla contigo”.

Muchos samaritanos de esta ciudad habían creído en él. Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra. Y decían a la mujer: “Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo”.

En este texto del evangelio de san Juan, no se trata sólo del encuentro de Jesús con una mujer de Samaría. La mujer representa a todo el pueblo samaritano, con su historia antigua y su apertura al evangelio.

Samaría era una región en que la fe de Israel se había mezclado con otras creencias, porque ya siete siglos antes de Cristo, la capital había caído en manos de los Asirios, que habían deportado a buena parte de la población de la región, sustituyéndola con colonos extranjeros. Ellos llegaron con sus propios dioses, agregando luego también el culto al Dios de Israel. Por eso no había paz entre la región de Samaría y la región de Judea, donde estaban el templo de Jerusalén y todos los guardianes de la religión pura: sumos sacerdotes, escribas y fariseos.

Jesús en su predicación itinerante llega a la ciudad de Sicar, en Samaría. Busca a ese pueblo que ya no recuerda su alianza con Dios. En el lenguaje de los profetas, la relación entre Dios y su pueblo, sellada con la alianza, un pacto entre las partes, era presentada como una relación conyugal. Ahora Samaría es la esposa infiel, que ha olvidado a Dios, su esposo. Jesús quiere ofrecerle una nueva alianza, abriéndole las puertas del evangelio.

Una mujer samaritana, símbolo de ese pueblo, llega al pozo para buscar agua, el agua de su antigua tradición religiosa. Jesús, hombre necesitado como todos, fatigado de su incesante camino evangelizador, le pide un pequeño gesto de bondad: “Dame de beber”. La simple solidaridad entre dos personas es obstaculizada por la antigua enemistad entre los pueblos a que pertenecen: “¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”. Pero Jesús supera los prejuicios y rompe las barreras de separación a motivo de la raza, la religión, el sexo, y ofrece gratuitamente un don mucho más grande que el agua de la Ley, el agua del pozo de Jacob, incapaz de aplacar la profunda sed humana. Dona un agua viva, un manantial que puede satisfacer definitivamente su sed de Dios: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva”. Él es el don de Dios, el manantial del que mana la vida para todos y para siempre: “El que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed”. El Espíritu que él comunica será la fuerza interior que llevará a la persona a su plena madurez y fecundidad: “El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna”.

La mujer pide de esa agua a Jesús, y lo reconoce como profeta. Le pregunta cómo volver a Dios, en qué templo buscarlo. Jesús le revela que ya no es más el tiempo de adorar a Dios en los templos. El verdadero templo de Dios es Jesús mismo, que hace posible la comunión con Dios, mediante el don del Espíritu. Por eso, la humanidad podrá llamar a Dios con el nombre de Padre, y establecerá con él una relación filial: “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad”. El hombre dará culto al Padre con su vida, con su amor fiel, colaborando en su actividad creadora a favor de todos.

En este contexto de revelación, esa mujer, excluida porque mujer y porque perteneciente a un pueblo despreciado y rechazado, recibe una declaración única, que no se repite más en todo el evangelio. Cuando ella manifiesta su esperanza en la venida del Mesías, Jesús le responde: “Soy yo, el que habla contigo”.El profeta Oseas había anunciado la voluntad de Dios de restablecer la alianza con su pueblo: “Yo te haré mi esposa para siempre y me casaré contigo en justicia y derecho, en cariño y ternura. Y te haré mi esposa en fidelidad y conocerás al Señor” (2, 21-22). En Jesús se realiza la alianza nueva, definitiva y universal, sin ningún excluido y sin prejuicios raciales o religiosos, como lo manifiesta este intensísimo diálogo con la mujer samaritana.