Para algunos existe sólo la vida física. Termina con la muerte, que concluye toda experiencia humana. Para otros hay otra dimensión de vida, en el espíritu, que se desarrolla durante toda la vida terrenal, va más allá de la muerte y es para siempre.
Leemos en el evangelio de san Mateo 17, 1-9:
Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.
De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Éste es mi hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”. Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.
La transfiguración de Jesús, su cambio de figura, tiene lugar después que él había anunciado explícitamente su destino: “Debía ir a Jerusalén, padecer mucho por causa de los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, sufrir la muerte y al tercer día resucitar”. Los discípulos no entienden el sentido del “resucitar”, pero les queda claro el anuncio de la pasión y de la muerte, y no pueden aceptarlo, no sólo por el cariño que le tienen a Jesús, sino porque están convencido que con la muerte se termina todo, se vienen abajo todos sus proyectos y esperanzas de compartir el poder con un Jesús gloriosamente instalado en el trono de David. No quieren entender que el proyecto de Jesús no es el poder, sino el servicio, hasta entregar su propia vida.
Pedro en nombre de todos toma la iniciativa de manifestar abiertamente el rechazo a la muerte de Jesús, y se pone delante de él para obstaculizar su camino a Jerusalén. Él quiere guiar a Jesús. Jesús reacciona duramente y lo llama Satanás, invitándolo a ponerse detrás de él, como discípulo que camina detrás del maestro, y no como un obstáculo que hace tropezar e impide avanzar.
Jesús explica que su destino será también el destino de los discípulos: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”. Y a los tres discípulos que mayormente sueñan con el poder, Pedro, Santiago y Juan, los lleva “aparte a un monte elevado”, para completar la enseñanza con una visión: “Se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”. La transfiguración de Jesús quiere decir que la muerte anunciada no será el fracaso extremo, el fin de todo. En la parábola de la cizaña que crece junto al buen trigo, Jesús había concluido, refiriéndose a la cosecha final: los ángeles recogerán “todos los escándalos y los malhechores, los echarán al horno de fuego”, mientras que “en el Reino de su Padre, los justos brillarán como el sol”. Jesús es el justo que ofrece su vida, su rostro es “como el sol”, sus vestiduras “blancas como la luz”. La muerte por amor apagará las expectativas de un Mesías poderoso y nacionalista, pero no apagará la vida, sino que la transformará para alcanzar la forma más plena y luminosa en el Reino de Dios.
“De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús”: son los grandes antepasados del pueblo, representantes de la primera Alianza, que miran ahora a Jesús como al cumplimiento de todas las promesas. Pero los discípulos siguen no entendiendo la novedad de Jesús. De nuevo Pedro interviene: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Ubica la misión de Jesús en el horizonte de la primera Alianza, recordando la grande fiesta de los tabernáculos, que los israelitas celebraban con mucha alegría, viviendo por siete días en tiendas de ramaje, en agradecimiento a Dios por la abundancia de la cosecha y por el don de la Ley.
La voz del Padre, que ya se había oído en el bautismo de Jesús, interrumpe los discursos delirantes de Pedro y declara que Jesús es la verdadera manifestación de Dios, “el hijo muy querido”, que reproduce las características del Padre. Repitiendo las mismas palabras con que el profeta Isaías había anunciado el destino doloroso del Siervo sufriente, el Padre exhorta a escuchar a Jesús como su legítimo mensajero, su Palabra hecha carne, indicando en su misma experiencia de pasión y muerte el camino de la vida plena y definitiva: “¡Escúchenlo!”. El Padre se comunica a través de él y se complace en su fidelidad: el proyecto de Jesús es el proyecto del Padre. Tendrán que escuchar a Jesús no en la transfiguración gloriosa, que es sólo un anuncio, sino en su otra transfiguración, en el momento de la desfiguración de la pasión, cuando no tendrá “ni apariencia humana”, “hombre de dolor”. Entonces “¡Escúchenlo!”. Será su máxima enseñanza.
La Virgen misma, en las bodas de Caná, dirá a los sirvientes: “Hagan todo lo que él les diga”: escúchenlo a él, al Hijo, y cumplan su palabra. Y son las últimas palabras, el testamento de María.
A los tres discípulos, que oyendo la voz del Padre se habían caído “con el rostro en tierra, llenos de temor”, Jesús se les acerca y los toca, diciéndoles: “Levántense, no tengan miedo”. Son los gestos muy significativos con que Jesús sanaba a los enfermos. Ahora son los discípulos los enfermos que hay que sanar, no sólo del miedo, sino de sus pensamientos, todavía tan lejanos de los pensamientos de Jesús.
Los discípulos, “cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo”: han desaparecido Moisés y Elías. Sólo a Jesús tendrán que seguir, aunque vaya caminando hacia otra transfiguración, de la pasión y de la muerte, como paso hacia la luz que no tiene ocaso.Escuchando al Hijo tendrán el don de llegar a ser los hijos e hijas amados, realizando el proceso de transfiguración progresiva que los liberará de sus egoísmos y sus miedos, para ser siempre más parecidos al Primogénito entre todos los hermanos: transfigurados en él.