“Vivir bien” o “buen vivir”: parece la misma cosa. En realidad, se trata de dos concepciones opuestas de la vida y de la sociedad. El “vivir bien” está animado por el ansia de tener más, consumir más, apuntando a un bienestar siempre mayor. El “buen vivir”, en cambio, busca la armonía del ser humano en sí mismo, y en su relación con Dios, con los demás, con la madre tierra y con toda la creación.
Nos ilumina el evangelio de san Mateo 4, 1-11:
Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio. Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre.
Y el tentador, acercándose, le dijo: “Si tú eres hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”. Jesús le respondió: “Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.
Luego el demonio llevó a Jesús a la ciudad santa y lo puso en la parte más alta del templo, diciéndole: “Si tú eres hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”. Jesús le respondió: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”.
El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: ‘Te daré todo esto, si te postras para adorarme”. Jesús le respondió: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él sólo rendirás culto”.
Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo.
En el momento de su bautismo, Jesús había sido declarado por el Padre Dios como “hijo amado, el predilecto”. Cuando salió del agua del río Jordán, “se abrió el cielo y vio al Espíritu de Dios que bajaba como una paloma y se posaba sobre él”. Ese Espíritu lo llevó luego al desierto, el lugar de la libertad y de la madurez, “para ser tentado por el demonio” y manifestar en las diferentes pruebas su verdadera condición de hijo de Dios.
En Jesús se enfrentan los dos espíritus: el Espíritu de Dios y el espíritu del Maligno. Se trata de una abierta confrontación entre el proyecto del Reino de Dios, que Jesús va a anunciar, y el proyecto opuesto que “el adversario” quiere realizar. Esta confrontación, que el evangelio de Mateo dramatiza con las tres tentaciones, en realidad no se limita a un momento inicial de la actividad pública de Jesús, sino que es una condición permanente de toda su vida. Y es la condición del discípulo de Jesús, que está sometido a las mismas tentaciones, como fue sometido a esas tentaciones también el pueblo de Israel en el desierto, que había caído y había sido infiel a la alianza. Jesús sale vencedor de las tres pruebas; también el discípulo, siguiendo a Jesús, podrá vencerlas.
Después de un largo ayuno de “cuarenta días con sus cuarenta noches”, que recuerda el ayuno de Moisés y los cuarenta años del pueblo de Israel en el desierto, Jesús “sintió hambre”. Es el momento oportuno para que el tentador lo someta a una primera prueba: “Si tú eres hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”. Recordándole su condición de “hijo de Dios”, el demonio intenta desviar a Jesús de su proyecto y le propone que use su poder en su propia ventaja: el pan para ti, y con el pan, tus intereses, tu afirmación, tus deseos satisfechos, tu mayor bienestar. Está presente en esta tentación también la memoria del alimento extraordinario que Dios envió al pueblo hambriento en el desierto, el maná. Jesús reconoce que el pan es necesario, pero no basta. Su respuesta reenvía al poder de la Palabra de Dios, que alimenta el corazón, lo hace capaz de una total confianza en el Padre, lo libera del instinto de buscar sólo su propio interés, haciendo que cada uno trabaje por la construcción de una sociedad justa y fraterna, donde a nadie le falte el pan y todos tengan una vida digna: “Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Jesús mismo se hará pan, y pedirá esa misma actitud a sus discípulos.
Con la segunda prueba, el demonio quiere inducir a Jesús a manifestar su condición de hijo de Dios con un gesto clamoroso y espectacular, tirándose de la parte más alta del templo: “Si tú eres hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”. La respuesta de Jesús recuerda que ya el pueblo de Israel había desafiado a Dios, exigiéndole una intervención extraordinaria, cuando la gente se moría de sed en el desierto. La tentación coincide también con las expectativas populares de un Mesías triunfador, que había de manifestarse en el templo en gloria y poderío. Jesús confía plenamente en Dios, pero excluye desafiarlo poniendo en riesgo su vida: “No tentarás al Señor, tu Dios”. Llegará la hora en que él ofrecerá voluntariamente su vida en fidelidad al proyecto del Reino de Dios, soportando la provocación de los adversarios que le repetirán: “Si tú eres el hijo de Dios, baja de la cruz”.
Una tercera prueba es aparentemente la más explícita y descarada. El demonio, desde “una montaña muy alta”, en evidente oposición al lugar propio de Dios, hizo ver a Jesús “todos los reinos del mundo con todo su esplendor”, prometiéndole: ‘Te daré todo esto, si te postras para adorarme”. En realidad, es la tentación más sutil y profunda que tiene que enfrentar cada ser humano en todas sus relaciones: la tentación del poder. Para conseguirlo, muchos están dispuestos a ponerse de rodilla y vender su alma. El demonio intenta seducir a Jesús con ese ofrecimiento, lo opuesto de su vocación: “No he venido para ser servido, sino para servir y dar mi vida”. Jesús denuncia el amor al poder como idolatría, y reivindica la adoración sólo para Dios: “Adorarás al Señor, tu Dios, y a él sólo rendirás culto”, y rechaza firmemente al tentador: “¡Retírate, Satanás!”.Pero el demonio no se aleja realmente. Seguirá tentando a Jesús de distintas maneras: con la hostilidad y la seducción de sus adversarios, con las expectativas mesiánicas nacionalistas del pueblo, con los sueños de poder de sus mismos discípulos. La victoria de Jesús hace posible la victoria de sus seguidores.