La persona ideal para muchos es el hombre concreto, que cree sólo en lo que ve, que se interesa de las cosas prácticas, y no corre atrás de ideas o fantasías. Para él no hay lugar para la espiritualidad. Jesús, en cambio, nos propone la armonía de la persona en su integridad, sin descuidar ninguna dimensión del ser humano.
Leemos en el evangelio de san Juan 1, 29-34:
Juan Bautista vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel”.
Y Juan dio este testimonio: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquél sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo”. Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios”.
En el Prólogo del evangelio de san Juan, el Bautista había sido presentado como “un hombre enviado por Dios”, con la misión de “dar testimonio de la luz”. No era él el Esperado, pero le prepara el camino: “Él no era la luz, sino testigo de la luz”.
En el segundo día de la semana simbólica de los inicios, cuando ve acercarse a Jesús, Juan Bautista lo reconoce. Jesús se presenta como hombre entre los hombres, pero el profeta ve más allá de las apariencias, y lo revela: “Éste es el Cordero de Dios”. No se lo dice a algunas personas en particular: su testimonio es para todos. El cordero pascual había salvado con su sangre a los primogénitos de los israelitas, la noche de la liberación, y los había alimentado con su carne, para el antiguo éxodo. En la declaración de Juan, será Jesús el verdadero cordero, que, con su sangre derramada en la cruz, ofreciendo su vida, realizará el nuevo éxodo.
Juan renueva su anterior confesión: “Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo”. Jesús es ese “hombre” que “precede” a Juan Bautista, porque tiene derecho a la Esposa, en la nueva alianza, mientras que Juan será sólo “el amigo del esposo”. Juan reconoce que Jesús aparece después de él, pero existía “antes”, desde el principio: “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios”. Jesús es la encarnación de la Palabra, del Proyecto de Dios: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”.
Jesús es el hombre animado por el Espíritu, el amor del Padre: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él”. Es la investidura mesiánica. En Jesús desciende el Espíritu de Dios, como en los orígenes, cuando “se cernía como paloma sobre las aguas”, para dar armonía al caos de la primera creación. Jesús es la creación finalmente acabada, el hombre plenamente realizado. El Espíritu habita en Jesús como la paloma en su nido.
Hay diversidad entre el bautismo de Juan y el de Jesús. Juan declara: “He venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel”. En cambio, la misión de Jesús es la de transmitir a toda la humanidad el Espíritu de que es portador: “Bautiza en el Espíritu Santo”. El pecado del que Jesús libera: “quita el pecado del mundo”, es la oposición al Espíritu, que impide la vida plena en el hombre y su completa realización a través del amor.El testimonio que da Juan sobre Jesús cumple su misión: “vino como testigo, para dar testimonio de la luz”. No depende de teorías o informaciones previas: “Yo no lo conocía”. Su testimonio está fundado en la experiencia personal: “Yo lo he visto”. Y su declaración solemne inspira todo el evangelio de Juan y la fe de los discípulos de Jesús: “Doy testimonio de que él es el Hijo de Dios”. En Jesús está la vida del Padre, y él la comunica al mundo, para la realización de una nueva humanidad.