REFLEXIÓN 3° DOMINGO DE ADVIENTO: Las obras de Cristo (Mateo 11, 2-11)

El individualismo, que se ha extendido tan ampliamente en el mundo de hoy, hace que muchas personas tengan una vida centrada sólo en sí mismas, o en su familia, sin preocuparse de la organización de la sociedad. En realidad, hay diferentes modelos de sociedad de los cuales todos, consciente o inconscientemente, en distintas medidas somos responsables y concurrimos a realizar.

Leemos en el evangelio de san Mateo 11, 2-11:

Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”. Jesús les respondió: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquél para quien yo no sea motivo de tropiezo!”.

Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: “¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes. ¿Qué fueron a ver, entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. El es aquél de quien está escrito: ‘Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino’. Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él”.

Juan Bautista está en la cárcel. Luego será decapitado. Es el precio que tiene que pagar por su atrevimiento en denunciar la corrupción y la  inmoralidad de un poderoso, el rey Herodes. Es el destino de los profetas. Juan había convocado a las muchedumbres, invitando a la conversión y amenazando los castigos divinos, para preparar la venida del Mesías. Había bautizado a Jesús, obedeciendo a su pedido. En esa oportunidad lo había reconocido, y había declarado: “Soy yo quien necesito que tú me bautices”.

Pero ahora, en la cárcel, le llegan voces sobre “las obras” que Jesús está realizando, y no lo convencen. Había esperado a un Mesías juez, que habría hecho justicia en Israel, y habría separado los buenos de los malos, premiando y castigando con rigor: “El árbol que no produce frutos buenos será cortado y arrojado al fuego”. En cambio, Jesús no responde a estas expectativas. Y a la oscuridad de la cárcel, en el corazón de Juan se le agrega la sombra de la duda: ¿No me habré equivocado? ¿Será otro el elegido? Por eso, envía a dos discípulos, para preguntarle directamente a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”.

Jesús no contesta con teorías sobre el Mesías. Reenvía los dos mensajeros a Juan, simplemente con la indicación de los hechos concretos: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan”. Jesús realiza los anuncios de los antiguos profetas, con gestos que recuperan a toda esa humanidad enferma y herida, que era excluida de la vida social y religiosa porque considerada impura. Ha venido para ofrecer vida, liberar y levantar, para sanar y manifestar a todos la misericordia y la ternura del Padre.

Los pobres son los destinatarios del Reino de Dios: “La Buena Noticia es anunciada a los pobres”: los últimos que pasan a ser primeros, en el corazón de Jesús y en el corazón de todos los discípulos.

Jesús sabe bien que su actitud y su enseñanza son motivo de escándalo para muchos. Tal vez lo serán para el mismo Juan Bautista, y mucho más para los escribas y fariseos, para todos los que adoran a un Dios que justifica el poder y los privilegios de pocos. Y otros intentarán domesticarlas de distintas maneras. Por eso agrega la bienaventuranza: “¡Y feliz aquél para quien yo no sea motivo de tropiezo!”: feliz aquel que acepta a Jesús y descubre que él ofrece un proyecto de vida como manifestación del amor gratuito del Padre.

Jesús respeta y aprecia a Juan Bautista. Sin duda él no es “una caña agitada por el viento”, que se doblega oportunistamente frente a cualquier situación. Y menos “un hombre vestido con refinamiento”. Es “más que un profeta”. Es el mensajero auténtico enviado para preparar la venida del Mesías: “Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino”. Jesús lo reconoce como la persona más grande, no sólo en el horizonte de la primera Alianza: “Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista”. Juan el Bautista para Jesús es “más grande” que Abraham, más que Moisés, más que los grandes personajes de la historia antigua. Más que el emperador de Roma. El criterio de grandeza que usa Jesús no mide según el poder y el prestigio. Y con ese criterio Jesús reconoce también que quien acoge a él y hace suyo el proyecto del Reino de Dios, es “más grande” que el mismo Juan el Bautista, que no ha conocido la Buena Noticia: “El más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él”.