La esencia del cristianismo no está en la particularidad de sus ritos, sino en la acogida del amor gratuito de Dios, que se ha manifestado en Jesús, y que hace posible que el ser humano sea un reflejo de ese amor en todas sus actitudes y relaciones, para construir una humanidad fraterna, justa y feliz, en armonía con toda la creación.
Leemos en el evangelio de san Mateo 3,1-12:
En aquellos días, se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: “Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”. A él se refería el profeta Isaías cuando dijo: “Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”.
Juan tenía una túnica de pelos de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre.
La gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del Jordán iba a su encuentro, y se hacía bautizar por él en las aguas del Jordán, confesando sus pecados.
Al ver que muchos fariseos y saduceos se acercaban a recibir el bautismo, Juan dijo: “Raza de víboras, ¿quién les enseñó a escapar de la ira de Dios que se acerca? Produzcan el fruto de una sincera conversión, y no se contenten con decir: Tenemos por padre a Abraham. El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo los bautizo con agua para que se conviertan; pero Aquél que viene detrás de mí es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará en el Espíritu santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible”.
“En aquellos días”: son los días de la manifestación de Jesús, precedidos por la predicación de Juan, el Bautista, el precursor. Él se encuentra “en el desierto de Judea”, lejos del templo y del centro del poder que está en Jerusalén, ese poder que le habría pertenecido también a él, si se hubiera quedado en la casa paterna. Anuncia la cercanía de un mundo nuevo, de una nueva manera de vivir, que el Mesías proclamará: “El Reino de los cielos está cerca”. El evangelista Mateo usa esta expresión para indicar una humanidad que pone en práctica el proyecto de Dios manifestado en Jesús.
Para prepararse para acoger y compartir este reinado de Dios, Juan invita a un cambio de mentalidad y de conducta: “Conviértanse”. Predica a una población que no es pagana, que ya cree en Dios, pero creer no basta. Necesita cambiar sus actitudes, para construir una sociedad justa y solidaria, según las enseñanzas de los profetas. Juan mismo es la encarnación de la antigua profecía de Isaías: “Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. Si en el tiempo de Isaías esta invitación se refería al camino de regreso de los desterrados en Babilonia a la tierra de Israel, en Juan adquiere una dimensión fuertemente moral y social. ¿Cuáles son los verdaderos caminos del Señor que hay que preparar, y los senderos que hay que allanar? Ya el mismo Isaías había dicho: “Vendrán muchos pueblos y dirán: Vengan, subamos al monte del Señor, al templo del Dios de Jacob, para que nos enseñe sus caminos y podamos conocer sus senderos. Él será juez entre las naciones y árbitro entre muchos pueblos Romperán sus espadas y forjarán arados, con sus lanzas harán podaderas; una nación no alzará más la espada contra otra nación, no aprenderán más el arte de la guerra”.
Se creía que el Mesías sería precedido por el retorno del profeta Elías, para preparar y purificar al pueblo. La manera de vestir de Juan y su cinturón recuerdan claramente al profeta Elías: “Tenía una túnica de pelos de camello y un cinturón de cuero”. Es él el precursor. Separado de la sociedad, se alimenta sólo de lo que ofrece el lugar: “Langostas y miel silvestre”.
El pueblo percibe la autenticidad de la voz de Juan, bien diferente de la voz manipuladora de sus autoridades religiosas, y se acerca a él: “La gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del Jordán iba a su encuentro”.
“Se hacía bautizar por él en las aguas del Jordán, confesando sus pecados”: el rito del bautismo, con la inmersión en el agua del río, indica la decisión de hacer morir un pasado de pecado, para renacer a una vida nueva y prepararse a la venida del Mesías.
Se presentan a Juan también “muchos fariseos y saduceos”. Los fariseos son los perfectos cumplidores de todas las normas de la Ley, y los saduceos son la élite de la sociedad, familias de los grandes propietarios de tierras y de la aristocracia sacerdotal. Quieren recibir el bautismo, pero no han entendido que la condición exigida por Juan es el cambio de su conducta. Por eso el duro reproche: “Razas de víbora”, con veneno mortal, artífices de muerte; y la firme exhortación: “Produzcan el fruto de una sincera conversión, y no se contenten con decir: Tenemos por padre a Abraham”. Tienen que cambiar su manera injusta de vivir, y no limitarse a un bautismo ritual, confiando en el privilegio de ser descendientes de Abraham. Se enfrentan los dos mundos: el sueño popular de una radical purificación del sistema religioso de Israel, y la conducta de la clase dirigente, responsable de toda la corrupción.
Las amenazas de Juan: “El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego”, manifiestan que para él no es importante ser descendiente de Abraham, sino tener una conducta justa. Pero en el mismo tiempo revelan también que sus expectativas de un Mesías juez, que separaría a los buenos de los malos, los puros de los impuros, no coinciden con la acción de Jesús, que reenviará a los discípulos, enviados por Juan desde la cárcel, con esta misión: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes ven y oyen: los ciegos recobran la vista, los cojos caminan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres reciben la buena noticia; y feliz el que no se escandaliza por mi causa”. La acción de Jesús era “motivo de escándalo” también para Juan, porque estaba dedicada al servicio de todos esos excluidos. Y escandaliza todavía hoy la declaración que “los pobres reciben la buena noticia”, y se corrige diciendo: “también” los pobres, y se diluye explicando que se trata de una pobreza espiritual, en la cual todos pueden estar incluidos.
El bautismo de Juan sólo quiere preparar el camino: “para que se conviertan”. Aquel que está por venir “bautizará en el Espíritu santo y en el fuego”, viene de Dios y ofrece la participación a su vida.El Mesías es el verdadero esposo, y Juan no puede “quitarle las sandalias”. Según la antigua ley del levirato, si un hombre casado moría sin tener hijos, el hermano o el pariente más cercano tenía que casarse con la viuda, para dar descendencia al difunto. Si no cumplía con ese deber, otro podía reemplazarlo, quitándole las sandalias como signo que ya no tenía ningún derecho sobre la viuda. Con esta imagen Juan declara que él no puede tomar el lugar de Jesús, porque Jesús es el esposo que sellará una alianza nueva y definitiva con toda la humanidad.